Hace unas semanas pudimos irnos de vacaciones y salir de Madrid. No fue un gran viaje intercontinental, nos quedamos dentro de la península, cruzando, eso sí, a Portugal. Tuvimos la oportunidad de reencontrarnos con amigos del norte, de disfrutar de paisajes magníficos, comida espectacular y mucha tranquilidad.
Como todas las vacaciones se hizo corto.

Resulta que, unos días antes de irnos, acababa de publicar mi segunda novela, Espérame en Weimar. Se unieron varios factores, verano, saturación de novela romántica y convocatoria del Premio literario Amazon 2021 que animó a más escritores a sacar la novela en la misma fecha. Ah, y que, por lo visto, escribí Espérame en Weimar demasiado rápido, o eso dijo alguna gente. No entraré a valorar esta opinión, total, cada uno escribe al ritmo que quiere y puede. El tema es que, estando de viaje, miraba cada día las estadísticas de ventas y no iban mal, pero no llegaba a estar satisfecha. Y pensaba y pensaba en qué iba a suceder, en si no llegaría a todos los lectores que esperaba, y cosas así.
Total, que estaba de vacaciones, pero no lograba desconectar del todo todo el tiempo, que es lo que quería. Esto hacía que me estresase y que me preguntara qué iba a pasar.
El último día, antes de volver a Madrid, dormimos en un pequeño hotel en Portugal. Cuando nos despertamos por la mañana bajamos a desayunar. Todo extrañísimo, claro, con la situación actual parece que, en vez de desayunar, vas a subir a una nave espacial, o casi. Que si guantes, pinzas individuales, que si esto no lo tocas, te lo doy yo. Terrible.
Bien, pues metí dos bollitos de pan en una tostadora y me quedé allí, mirando cómo avanzaban. Entonces, una de las camareras se me acercó y me dijo, medio en portugués, medio en castellano, algo sobre «el pan preso». Me estaba diciendo que el pan se iba a quedar atrapado en la tostadora.
Entré en pánico, en crisis. Miré el pan, intenté sacarlo con las pinzas, imposible. Dije muchas veces «ay, ay, ay». La miré y le pregunté: «¡¿Y ahora qué?!», con todos mis nervios y mi preocupación, vamos, que ya veía el pan ardiendo, la tostadora y el hotel, y los bomberos viniendo. Y todo porque, por mi culpa, ¡el pan se había quedado preso! Ella levantó las dos cejas y, con toda la parsimonia del mundo me dijo: «ya veremos qué pasa». Y se quedó allí, conmigo, mirando el pan adentrándose más en la tostadora. Yo a mil por hora, ella relajadísima (cosa que no lograba a entender).
En menos de un minuto el pan salió, tostadito y perfecto. Y las dos nos sonreímos. Volví a la calma y ella siguió con sus tareas.
Y, desde ese momento, me propuse cambiar mi manera de ver algunas cosas, al menos intentarlo. Porque, ¿para qué agobiarnos hasta el extremo siempre antes de saber qué va a pasar? ¿Por qué siempre me pongo en lo peor y creo que va a haber una hecatombe mundial a la más mínima de cambio?
En fin, que en ello estoy, intentando enfrentarme a la vida como la camarera se enfrentó al pan preso de la tostadora. A veces me sale mejor, a veces me sale peor, a veces se me olvida y otras no dejo de esforzarme.
Por cierto, he cambiado la cubierta de Espérame en Weimar, necesitaba una portada que reflejase mejor lo que podéis encontrar escrito en las páginas del libro. Se ve: amor, un parque de atracciones, cosas bonitas.

¿Os gusta?
Y tú, ¿eres de tomarte la vida esperando a ver qué pasa o de imaginarte futuros terribles hasta cuando el pan tostado puede acabar quemado?
Y, como llevo pidiendo hace más de un año ya: “ki o tsukete kudasai!” (気をつけてください!) – cuidaos mucho, por favor.